Y de repente
¡PAM!
confinamiento.
Días y días entre cuatro paredes y dos sillas incómodas con las que tengo que lidiar un par de horas al día.
Privatización de la libertad física de dar abrazos, tomar cervezas y hacer acampadas. Es como una cárcel, ¿no? Sin barrotes de metal y sin uniformes de rayas, pero cárcel al final. No puedo salir corriendo del agobio de sentirme sola. No puedo escapar de la compresión entre el techo y el suelo. Y todo aflora. Y todo sale. Y me doy cuenta que dentro de la cárcel exploro la libertad de mis pensamientos que se pasean por la noche haciendo más ruido que las palmadas a las 7 de la tarde de mis vecinos.
Y ahí está, como en toda buena cárcel, el baño a presión de agua fría contra mi voluntad. No hay remedio, lo tengo que hacer porque es lo que toca. Y ya tocaba.
Contra mi propia voluntad... que difícil y a la vez que revelador.
Que paradoja, la cárcel los ha liberado. Y duelen. Porque ahora no hay nadie que los vea y se han quitado por fin el traje de lentejuelas que tanto brillaba. No hay trampa ni cartón.
Ahora si.
Me doy cuenta
de que mi propia cárcel,
soy yo.
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